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A la prensa musical ya no le importan tus canciones

A la prensa musical ya no le importan tus canciones

La noche del domingo mi timeline de Twitter empezó a arder con comentarios sobre Radiohead. Todas las webs musicales que sigo, periodistas musicales y amigos aficionados a la música, estaban comentando una noticia, al parecer, de alcance mundial, un breaking news en toda regla: Radiohead había borrado sus huellas en redes sociales. En realidad, cuando leí los titulares de muchos medios musicales hablaban de algo tan apocalíptico como que estaban borrando su huella digital. En realidad lo que había desaparecido eran sus tweets y sus actualizaciones en Facebook (no entré a Google+ a comprobar, no vaya a darme un susto alguien en sus desoladas esquinas). Por ejemplo, no habían borrado sus videos en su canal de Youtube: normal, esos generan ingresos.

La cuestión es que el tema que puso en alerta a todo el mundo musical no era que hubiera un disco nuevo de Radiohead y que este fuese bueno, malo o regular, sino que quizá podría haber un disco nuevo de Radiohead. Ni siquiera eso parecía relevante, sino que venía precedido por una acción tan “radical” como borrar unos tweets y posteos en Facebook. No se lo podían haber puesto más sencillo a todos: ‘How To Disappear Completely’ (bueno, un poco).

2016 está siendo un año extraño en el mundo del periodismo musical a mi entender. Aunque quedan dos tercios del año parece una tendencia clara. Se ha exacerbado el elemento del cómo llegan los discos frente al qué, al propio disco. Los trabajos más relevantes del año parece que han dado muchísima más conversación sobre la forma en que hemos accedido a ellos que sobre su contenido, sobre su posición en perspectiva frente a la carrera de los artistas y, en general, sobre el propio álbum. No es nuevo centrarse en elementos externos al disco, claro, pero la semana pasada con la aparición de Lemonade de Beyoncé, creo que se llegó a unos límites que rozaron lo absurdo en la valoración de cualquier cosa, excepto de la propia obra. Pero, como digo, no ha sido el único ejemplo en este año del cómo y no de qué.

A principio de año nos sorprendía una de las noticias musicales (y culturales) más tristes posibles que nos dejará el 2016, la muerte de David Bowie. Su último trabajo, el extraordinario Blackstar, quedó totalmente ensombrecido como trabajo musical por las circunstancias de su lanzamiento: el músico murió dos días después. Los artículos musicales empezaron a hablar más de las señales de sus videos, del significado del título, de los mensajes ocultos en las letras, pero no tanto de la profundidad musical y lírica de un trabajo a colocar con sus grandes obras. Por cada artículo hablando de la música, había cinco hablando de esoterismo.

A finales de enero llegaba Anti de Rihanna. El álbum, ejem, alternativo de la diva de Barbados generó ríos de tinta. El disco, anunciado a finales de 2014, fue generando noticias bastante intranscendentes pero cubiertas de manera extensa por los medios y un par de singles sueltos que no se sabía si irían o no en el LP, entre esos otro excelente ‘Bitch Better Have My Money’. Tiempo después dejó caer otra, ‘American Oxygen’, que sí aseguró que estaría (aunque luego no aparece). El arte y las imágenes del disco parecían apuntar a un concepto feísta y más “artístico”, lo que estimulaba los artículos sobre el disco basados en… nada.

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También fue muy comentado el acuerdo con Samsung para el lanzamiento de Anti, que copó titulares casi en forma de publicidad gratuita para la marca coreana. Así funciona la prensa cultural, al parecer. Sin fecha de salida y con una promoción intensa pero desordenada al máximo (se llevaba hablando más de un año del disco y no se sabía si iba a salir al día siguiente o habría que esperar 20 años como con My Bloody Valentine), el 27 de enero se filtró el álbum, al parecer por un error de Tidal, pero quién sabe.

Pillados por sorpresa (o no), Tidal decide ponerlo en descarga gratuita y en streaming exclusivo por una semana antes de pasar al resto de servicios. No queda muy claro si merecía la pena comprarlo o no, cuando saldría la versión física o deluxe y demás cosas relacionadas con el disco, pero que no eran el disco propiamente. Durante un par de semanas (es el tiempo que dura una gran novedad hoy en día) se habla de muchos asuntos pero poco de las canciones. De hecho, pasados los días comienza a hablarse de que las nuevas normas del Billboard benefician a un disco como este al tener un single muy potente como ‘Work’, aunque casi nadie lo esté comprando, y llega al número 1 de las listas estadounidenses con una fracción mínima de copias vendidas que otros, gracias a la potencia del streaming de ese single. Vamos, hablando de cualquier cosa excepto de, ¿qué significa ese trabajo en el contexto de la carrera de Rihanna? ¿Es su trabajo más ambicioso y complejo como parecía indicarse por la avalancha de noticias previas? ¿Le importaba a alguien esto más allá de el desastre en la forma de darse a conocer?

Eso no fue nada cuando se anunció la salida de Life of Pablo de Kanye West en los primeros días de febrero. Primeros rumores, portada y el 11 de ese mes un streaming desde el Madison Square Garden, en el que los asistentes y los que lo vimos por la web, asistimos a un espectáculo circense en el peor sentido de la palabra. Un show ridículo en el que un West desatado no paraba de hacer tonterías mientras daba al play.

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El disco llegó apenas tres días después a Tidal, su empresa. Lo puso en descarga un rato, pero luego sólo en streaming. Anunció que estaría en el resto de plataformas la semana siguiente, pero se arrepintió y dijo que sólo estaría en Tidal para el resto de la vida. Para colmo (sobre todo de las personas que lo habían comprado), empezó a hacer cambios en el disco ya terminado y la prensa comenzó a hablar del “álbum vivo”. Un disco inacabado (y, en este caso, casi parece que inacabable) en el que West iba cambiando cosas de las canciones, nuevas mezclas y otras variaciones sobre el disco conocido. Esto es importante porque viene a cuento del tema de este artículo. Las prisas, la ansiedad por ser los primeros en hacer algo que están haciendo a la vez otros 3 mil medios. El mismo día, unas horas después, ya se podían encontrar críticas de un disco que, cuando pase un año y uno lea esa crítica, será diferente.

Luego Kanye comenzó una carrera de desvaríos, sobre todo en Twitter, diciendo las cosas más absurdas que se le iban pasando por la cabeza, pidiendo dinero a los millonarios del mundo para desarrollar sus ideas que beneficiasen a la humanidad, en sus propias palabras. Y, por último, se volvió a arrepentir, y dejó que el disco estuviera en el resto de plataformas, mientras seguía haciendo cambios en él. Pero, y esto es lo importante, lo que menos parecía importar a la prensa musical, era el disco en sí. Sólo los titulares que generaba el disco. Lo que menos ha importado en The Life of Pablo, es qué lugar ocupa en la evolución artística de uno de los nombres claves de la música de este milenio. Si el disco podía compararse a sus grandes obras. Si había una evolución de sus anteriores trabajos, nada de eso parecía importar más allá de la caótica forma de comunicar este nuevo trabajo. La música era casi irrelevante.

La cumbre (ya no me atrevo a no añadir un quizá momentáneo) sobre hablar de discos casi sin importar el propio álbum se ha dado hace poco con la salida de Lemonade de Beyoncé. Jugando al despiste como con su anterior disco y, como en ese, acompañando el trabajo de un “visual album” (vamos, videos para todas las canciones aunque aquí se le ha querido revestir de una especie de manto de mayor ambición y se refieren al video como “película”). Ese video largo se estrena nada menos que en HBO, y el disco sale sin avisar el 23 de abril. Seguro que parece que ha sido hace mucho más tiempo, pero la cantidad de fatigosas noticias sobre cada aspecto de la pieza (excepto sobre la misma) que ha generado, hace parecer que no lleva una semana de cara al público sino varios meses. Porque de Lemonade venimos hablando desde el Super Bowl, cuando la artista hizo su aparición para cantar ‘Formation’, que se había dado a conocer el día anterior, con una puesta en escena muy contestada por los servicios policiales, porque glorificaba la lucha de los Panteras Negras y por una fuerte defensa (como no puede ser de otra manera) del movimiento “Black Lives Matter”.

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Cuando Lemonade salió a través de Tidal, el mundo -el musical y el mediático, dados los miles y miles de artículos en prensa especializada y generalista que aparecieron- pareció contraerse en esas ocho letras. Tanto es así que ensombreció la muerte de nada menos que Prince ocurrida unos días antes.

¿Cuáles fueron los temas de conversación principal de Lemonade? Que si era un disco sobre la infidelidad de Jay Z, que si colaboraban Jack White, Kendrick Lamar o James Blake, que si era -otra vez- el disco “indie” de Beyoncé, que si en los créditos aparecía hasta mi vecina porque un día dijo algo por Twitter, que si la película, que si el mensaje, que si el pelo de las hermanas de Ibeyi… una locura como que un medio tan respetable y serio como The Guardian que lleva docenas, sin exagerar, de artículos sobre el asunto dijera en menos de un día que se trataba de un icono de la cultura pop mundial. A menos de 24 horas de su publicación. O sea, que era lo que se consideró a Thriller de Michael Jackson años después debido a su legado. La necesidad de titulares fuertes, de grandes palabras, de artículos llamativos que duren unas horas llevaba a hacer declaraciones estrambóticas como el titular de Spin de que Beyoncé era la heredera correcta del legado de Michael Jackson y Prince por Lemonade. ¿Por qué? ¿Porque es negra?

Artículos y artículos, titulares y titulares, analizando imágenes, los textos recitados en la película (que, a título personal, por momentos me produce mucho sonrojo y vergüenza ajena). Pero apenas nada para poner en situación el lugar de este trabajo en la carrera de Beyoncé. ¿Es mejor que el anterior? Para mí, no. Se queda por detrás ante la potencia musical de su disco de 2013, pero tampoco podría pronunciarme porque el disco acaba de salir. No lo he escuchado en tantas situaciones, ni, por supuesto, tantas veces como el anterior. Porque no hay tiempo material para hacer ningún tipo de análisis con sentido. Ni siquiera es como antes, cuando se le pasaba un disco a la prensa con un mes de anticipación y cuando salía el disco estaba ya escuchado, analizado y con una opinión en frío. No, ahora, en 24 horas, se decide que es un hito cultural y si el disco merece la pena o no.

De hecho, todos los discos con esta cantidad de hype tienen unas críticas excelentes. Normal, sentirse decepcionado, entrar en zona templada, lo dejaría a uno fuera de la conversación y, por tanto, fuera de los titulares ditirámbicos. Pero el hecho es que el disco, lo que mueve todo lo demás, parece importar poco en el análisis (y estoy siendo generoso al llamar análisis a las notas histéricas que rodean a estos trabajos).

Creo que todo esto sólo incide en la crisis absoluta de la crítica discográfica. Como ya no importa nada la opinión crítica hay que destacar por otras razones. Por gritar más alto, y de forma más extravagante que el resto. Y los periodistas musicales han caído o se dejan arrastrar por esta histeria global en la que se analiza más las formas de promoción que el resultado musical. Y no estoy hablando del gusto. El gusto no es, o no debería ser, la materia del crítico. Pero lo que seguro no debería ser la labor del periodista musical es la de publicista de los grandes nombres, en general, del mainstream norteamericano (ni siquiera alguien que vende más discos que todos los citados antes juntos como es Adele, genera ni una mínima parte de titulares y artículos).

De los cuatro ejemplos citados parece que, excepto en el caso de Rihanna, no es muy claro que estemos ante el mejor trabajo de sus responsables (de hecho en el caso de Kanye West es más que probable que estemos ante el peor), pero todos ellos jamás habían conseguido tal cantidad de prensa global a su servicio. Y, seguramente, menos hablando del contenido de sus discos.

Más que nunca, debido a la avalancha de música casi infinita que nos llega cada día, al contrario de la idea generalizada de la pérdida de importancia de la prensa musical, creo con firmeza que los prescriptores son tan o más necesarios que en el pasado. Gente criteriosa, estudiosos y especialistas capaces de poner en un contexto general las obras y las carreras de los artistas. Leyendo Metacritic si uno va a el listado de las películas ahora en cartelera, el 75% aparecen con puntuaciones regulares/malas. Si uno hace el mismo ejercicio con los discos, más del 90% aparecen como muy buenos o excelentes, y sólo una parte residual como regulares. Ninguno malo. Qué suerte, ya no hay música floja para la crítica musical.

Desde hace dos días Beyoncé se ha olvidado. Ahora hay un nuevo juguete de los publicistas musicales y ese es Radiohead. Que si borran sus redes sociales. Que si un teaser. Que si se viene. Que una imagen. Que al fin hay un video y una canción nueva. Quince minutos después de publicarse la canción ya se podía leer una crítica a la misma en The Guardian. O sea, siendo generosos con dos escuchas (algo se tardará en escribir esa crítica, imagino). ¿De verdad podemos llamar a eso análisis?