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Now That’s What I Call Music!

Now That’s What I Call Music!

Hasta el día de hoy recuerdo mi primer CD hecho a medida: el hermano mayor de un amigo del colegio tenía internet decente, buen computador y un copiador en una época donde todo eso eran bienes escasos. A lo anterior, había sumado un catálogo impreso en la sala de computación del colegio, y con todas esas herramientas, embaucaba a incautos como yo: púberes dispuestos a pagar 5 lucas por discos pirateados, los que que podías armar con cientos de canciones de grupos que iban desde ABBA hasta ZZ Top.

La imagen que sigue es clara en mi cabeza: tras acuciosamente revisar la portada del disco (era el listado de las canciones -creo que cupieron 13 ó 14- escrito en letra Comic Sans), lo puse por primera vez en el equipo Aiwa de mi pieza. La sensación: pura felicidad. Partía con ‘Stiff Upper Lip’ de AC/DC.

Para mi generación, la que hoy pasa los 30 años, la piratería e internet marcaron un quiebre no sólo en el acceso a la música, sino también en algo quizás más profundo: si antes las canciones venían principalmente como un todo (álbum) y los compilados eran dados directamente por un sello (y las fiestas de cumpleaños con cervezas de contrabando la rompían con Now That’s What I Call Music!), ahora todos podíamos jugar a armar nuestros propios discos, a mostrar quiénes éramos mediante canciones elegidas una a una, como las mejores frutas de exportación.

Primero en cedé (¿quién no hizo un VARIOS?), luego en el iPod y ahora en el servicio de streaming de rigor, los compilados (antes), las listas de música (ahora), constituyen un ejercicio intelectual, estético y de camaradería tremendo: ¿qué canciones van dentro de una lista que decidiste, en un arranque de vate, bautizar Otoño? En tu lista prendida, ¿qué viene mejor después de ‘Rebel Rebel’?, ¿’Teenage Kicks’ o ‘Blister in the Sun’? Imposible no dar respuestas arbitrarias a preguntas siempre complejas.

Hace un tiempo, un amigo se casó en un día de campo. Respecto a la música, el acuerdo con su señora fue el siguiente: la música de día la ponía él, y la de la fiesta, ella. Obviamente, cada quien podía sumar las que quisiera en cada área, pero la división principal estaba hecha y, con ello, la entretención partió.

¿Qué quieren escuchar cien personas de los cuales tres cuartos son adultos jóvenes y un cuarto ya mayores en serio?, ¿hay canciones para empanadas y otras para la carne?, ¿se cambia la música si el día está soleado o si está nublado? Obviamente, compartimos textos (a modo de ejemplo) y, entre tres, tras varias semanas de trabajo, logramos juntar 6 horas y 24 minutos de música en casi 100 canciones. Un espacio atemporal donde The Who convive con Juan Wauters, Rod Stewart con William Onyeabor y Van Morrison con Baio, solo por nombrar algunas joyas. Música ideal para parrilla y amigos; para matrimonios de los buenos.

En su libro 31 Canciones, en las primeras páginas Nick Hornby lanza una declaración de principios: “Yo escucho sobre todo canciones, excluyendo casi cualquier otra cosa. Casi nunca escucho jazz, o música clásica, y cuando alguien me pregunta qué música me gusta me resulta muy difícil contestar, porque normalmente quieren nombre de artistas y yo sólo sé darles títulos de canciones. Y casi todo lo que tengo que decir de esas canciones es que me gustan, y quiero cantárselas, y obligar a otras personas a escucharlas y cabrearme cuando a esas personas no le gustan tanto como a mí”.

Hoy por hoy, no encuentro una mejor apología a las listas de música; un simple recuerdo de algo simple: lo bueno debe ser compartido.

PD: Si quieren darse una vuelta por la lista del matrimonio, acá va el link: