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La canción del perro

La canción del perro

María Jesús era una cuica que estudiaba en un colegio bilingüe del barrio alto de Santiago y que después de que estafaron a sus papás, se fue a vivir a una villa. Nunca le importó dejar de tener plata. Después de las clases de canto, le hacía trenzas en su pelo largo y suave, pero se le desarmaban en minutos, porque era muy lacio. Eso, cuando no nos escapábamos a comprar una cajetilla de Belmont de diez para las dos y hablábamos de Mecano. Ella de lunes a viernes hablaba de rap, que era lo que escuchaba con sus amigos de la villa. Le gustaba mucho y rapeaba con un talento que nunca vi en gente cercana. Pero los sábados, hablábamos de Mecano. Del pop. De lo mucho que le gustaba ‘La Fuerza del Destino’ y que, cada vez que sus papás peleaban por la crisis que ese cambio brutal había dejado en su familia, escuchaba esa canción. Sin parar. Una y otra vez.

Una mañana de invierno, de noche casi, tomé la micro 225 que iba desde Puente Alto a Las Condes. Una señora se subió conmigo en el paradero y me dijo que a esa micro le decían “la micro de las nanas”, porque habían muchas asesoras del hogar -como ella- que la tomaban para ir a trabajar a las casas de allá arriba. Tenía un pendrive que le había dado su hijo, pero todavía no sabía usarlo muy bien y, como yo estaba al lado con audífonos colgados, creyó que podría ayudarla a buscar una carpeta. “Búsqueme la de Juan Gabriel, por favor, mijita”. Y pinchando botones, llegué hasta ‘Abrázame muy fuerte’. Tenía una bonita colección con Raphael, Leo Dan, Camilo Sesto, Luz Casal y Sandro, entre otros artistas. Siempre la escuchaba en el mismo orden, porque no sabía buscar por carpetas, me contaba. Pero esa mañana, ella tenía la necesidad de escuchar ‘Abrázame muy fuerte’ de Juan Gabriel. No le quise preguntar por qué, pero me hubiese gustado saber.

Mi abuela se murió el 11 de enero de hace diez años. Cuatro días antes de eso, yo la dejé en Santiago sintiendo que la volvería a ver y llegué a Estados Unidos, a quedarme por unos meses. Pasé ese invierno sin mi madre, sin mi hermano. Un invierno al que yo no estaba acostumbrada, con tormentas de nieve, con días que se acababan a las cuatro de la tarde. Si no hubiese tenido discos, probablemente, me hubiese vuelto más loca de lo que estuve esa temporada. Mi mente hace una relación directa entre aquella terrible noticia, el perfume de lavanda de mi abuela, la soledad intragable que sólo una pendeja de quince años, viviendo en un país extraño puede sentir y el homónimo de Elastica. En el tren, en el parque, en la playa congelada. Lo escuchaba en todos lados. Dentro de lo horrible que me sentía, ese disco me entregó compañía y de alguna manera, su musicalidad, también me entregaba la idea de protegerte a ti misma, de intentar ser grande cuando estás sola y de ser resiliente. De hacerte cargo. No sé si habrán sido esas guitarras con filo, pero el disco me exigía despertar todos los días, ser fuerte y darle play.

La semana pasada, en una jornada del seminario Amplifica, el periodista argentino Pablo Schanton nos anticipaba que quizás cometería una indiscreción al explicarnos algo, a través de una experiencia bastante personal. Días antes de su viaje a Chile, había tenido que tomar la decisión -dificilísima- de dejar a su padre en un geriátrico. Siendo hijo único, esto significaba una batalla ética de las más fuertes a las que se había tenido que sobreponer. Y en esta escena, ‘Feel You’ de Julia Holter entraba a ser su compañía dentro del proceso. Esa canción en la que se ve a la compositora con su perro, en un video exquisito. La canción no se trata de un perro, ni tampoco de un padre enfermo.

“La muerte del autor”, pensé.

Pablo Schanton ese día nos recordó lo importante que es el uso de la música y de cómo la crítica no puede pasar por alto esta dimensión de las obras. Todos quienes escuchamos canciones, no lo hacemos porque sí. Existe un uso de posibilidades infinitas, que nacen a partir de una primera escucha. Relaciones emocionales que aparecen en el segundo en el que un autor publica su obra y la canción del perro -que nunca fue la canción del perro- se transforma en miles de otras historias. Cada una con su lógica propia.

Que ‘La Fuerza del Destino’ no es una canción escrita por Nacho Cano dedicada a su novia Coloma Fernández. Era el escape de María Jesús. Que tomar la 225 esa mañana iba a ser una experiencia mucho mejor, si sonaba Juan Gabriel y no otro. Que Elastica dejó de ser ese grupo mal encajado en la etiqueta brit pop y se transformó en una verdadera muleta, para una niña de quince años, viviendo en un país con otras costumbres, en un invierno que no era el suyo.

La crítica no puede obviar el factor emocional que nace como el resultado de escuchar canciones. No puede funcionar sin comprender aquellas asociaciones, de lo contrario, queda coja, incompleta. Sin sangre. Por más aburridas y comunes que sean nuestras vidas, se reducirían a nada sin una biografía musical. Porque finalmente, si una canción te obliga a recordar olores, temperaturas, la ropa que llevabas puesta, el rostro de una persona, su risa y tu llanto, es parte de tu vida. Aunque la persona que se encargó de componerla no te conozca. Aunque no sepa el uso que tú le estás dando. Aunque la canción del perro no sea la canción del perro.

Esa canción es tuya.