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Viaje a los laberintos de la canción protesta

Viaje a los laberintos de la canción protesta

En Chile, la portada de 33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta, el libro de Dorian Lynskey, se ve diferente. A este lado del mundo, sus imágenes tienen una connotación singular: entre Bob Marley, Bono, el joven Bob Dylan, Joe Strummer, Woody Guthrie, Nina Simone y Billie Holiday, entre otros, aparece una de las clásicas fotografías de Víctor Jara.

Es una señal de una de las fortalezas de este libro. Aunque su mirada está esencialmente puesta en Inglaterra y Estados Unidos, parte de sus casi mil páginas también miran hacia la explosión del reggae en Jamaica, a la historia excepcional de Fela Kuti en Nigeria y a la tragedia de Víctor Jara.

Es verdad, hay una cierta dosis de exotismo en esos capítulos. También hay errores, como situar la detención de Víctor Jara en el “Estadio Nacional de Chile, mismo escenario del Primer Festival de la Canción Chilena”. Además, hay definiciones discutibles, como describir a Violeta Parra como “una especie de Alan Lomax chilena”.

Aun así, el gesto de abordar la historia de Víctor Jara sirve para dar cuenta de la estatura e impacto de su figura, de su música y de su trágico final. Lynskey lo hace a través de un paralelismo entre el cantautor chileno y el norteamericano Phil Ochs: “Acabo de descubrir lo auténtico de verdad (…) Pete Seeger y yo no somos nada comparados con esto. Éste es un hombre que realmente es quien dice ser”, cita en uno de los pasajes.

Claro, había unas cuantas distancias entre ser cantante de protesta en Estados Unidos y serlo en Latinoamérica. Lynskey narra así el impacto que el homicidio de Víctor Jara tuvo en el propio Phil Ochs: “Era una noticia sobrecogedora. Los cantantes protesta norteamericanos habían sido acosados, como Paul Robeson, o perseguidos, como Pete Seeger, pero nadie podía suponer que acabaría asesinado”.

UNA ELEGÍA

A esta altura, escribir un libro sobre la canción protesta supone un camino tan intrincado como intentar definir qué es el arte o si las canciones de Bob Dylan merecen un premio de literatura. Puede convertirse en un laberinto sin salida, así que Dorian Lynskey opta por una definición de márgenes holgados: “Canciones que tratan de cuestiones políticas para apoyar a las víctimas. Puede ser un encasillamiento, pero es muy amplio, está repleto de agujeros y nadie debería asustarse con él”.

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Luego, sitúa esas canciones en el tiempo, a partir de fines de los ‘30: “Es ahí donde la cosa se empieza a poner interesante. Antes (…) existía la música popular apolítica de Tin Pan Alley y, por otra parte, las melodías tomadas de las canciones de los trabajadores. Solo cuando la canción pop abrazó enteramente la política con ‘Strange fruit’ de Billie Holiday, a la vez que la música folk se radicalizaba con Woody Guthrie, empezaron a saltar chispas entre los polos opuestos de la política y el espectáculo”.

No le queda otra, claro, que admitir que incluso un libro así de voluminoso es un espectro limitado, así que dos de los tres apéndices están dedicados a una breve historia de la canción protesta antes de 1900 y a un centenar de canciones que no aparecen mencionadas antes. También reconoce que “hay modalidades incontables de canciones protesta en otras partes del mundo, pero eso sería ya materia para otro libro”.

Ese marco temporal alcanza hasta los años posteriores al atentado a las Torres Gemelas, pero paulatinamente entre las historias emerge la pregunta por la vigencia de una idea como la canción protesta. Al final, luego de cientos y cientos de páginas, Lynskey afirma que “para un cantautor en ciernes de hoy en día, la idea de que la música puede, y debería, comprometerse con la política parece cada vez más remota”

Esa realidad, según Lynskey, parece tener razones que superan el mundo del espectáculo o la música popular e implican también al público: “En el atomizado mundo de la música digital, en la que hay menos estrellas del pop reconocibles y épicas de cualquier variedad, la era del músico-activista heroico terminó para siempre y el factor disuasorio para escribir canciones protesta ya no es el Comité de Actividades Antiamericanas o el FBI, sino la impaciencia de la audiencia ante cualquier músico que aspire a algo más que el entretenimiento. No es sólo que la gente haya perdido la fe en cualquier artista que se plantee cambiar las cosas, es que recelan del mero intento”.

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En medio de esas cavilaciones, hay un momento de singular pesimismo: “Empecé este libro con la idea de escribir una historia sobre una forma de música todavía vigente. Lo terminé preguntándome si, en su lugar, no habría escrito una elegía”. Luego hace un matiz y asegura que si la historia demuestra algo, es que la canción protesta siempre fue un salto al vacío, pero que la alternativa es peor: la parálisis y la frustración.

Hay que hacer, de todos modos, un alcance: el libro fue publicado en 2011 y recién cinco años más tarde es editado en Chile. Al finalizar una temporada marcada por palabras como Trump, Brexit, terrorismo, Siria e inmigración, cabe al menos imaginar cuánto podrían cambiar estas conclusiones.

BLACK AND PROUD

Dorian Lynskey utiliza varias formas de narrar. Hay capítulos efectivamente enfocados en una sola canción y otros donde escoge un par de composiciones para señalar sus tensiones: entre los Clash y los Sex Pistols, entre Radiohead y Rage Against the Machine, entre Sam Cooke y Nina Simone, por ejemplo. También hay capítulos que tienen una canción como punto de partida, pero en realidad hablan de un movimiento, de una cierta época, de un país o una ciudad. En fin, son relatos de una mirada más amplia.

Siempre, en todo caso, las historias de los músicos y sus canciones están frente a frente con el contexto en el que se originan. El capítulo sobre Víctor Jara, en ese sentido, es también un relato sobre el gobierno de la Unidad Popular, su ascenso en los años previos y su abrupta caída.

De este modo, su mirada se posa sobre muchos y muy diversos temas, algunos de los cuales sirven al mismo también para iluminar debates contemporáneos. En ese sentido, el libro también es un repaso a la historia de la música pop. Para aterrizarlo, una limitada lista de temas abordados: música folk, derechos civiles, hippismo, Vietnam, la bomba nuclear, el orgullo gay, la música disco, el rap, el Bronx, Live Aid, apartheid, riot grrrl, raves, George Bush.

De alguna manera, son varios libros los que habitan en 33 revoluciones por minuto, pero si hay un relato que emerge constantemente y que es más poderoso que los demás, es el de la lucha de los afroamericanos en Estados Unidos y su correlato musical, con desviaciones hacia el Reino Unido, Jamaica y Nigeria. Uno podría trazar una línea que se inicia con Billie Holiday y pasa por Nina Simone, Sam Cooke, James Brown, la Motown, Edwin Starr, Gil Scott-Heron, Linton Kwesi Johnson, Fela Kuti, Grandmaster Flash y Public Enemy, entre otros.

En varios de esos casos, la fuerza de la narración reside en la brutalidad. De hecho, así parte el libro, con una canción como ‘Strange fruit’, inspirada por los crueles linchamientos que ocurrían en el sur de Estados Unidos.

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“¿Uno aplaude, asombrado ante el coraje y la intensidad de la actuación, atónito por el macabro lirismo de la letra y sintiendo que la historia ha hecho acto de presencia en el escenario, o se remueve incómodo en la butaca pensando ‘¿a esto lo llaman entretenimiento?’? Y ésa es la pregunta que palpitará en el corazón de la controvertida relación entre la política y el pop a lo largo de décadas y ésa es la primera vez en que así se formuló”, escribe Lynskey.

Más tarde, a propósito de ‘Goddam Mississipi’ y ‘A change is gonna come’, hace ese ejercicio de sobreponer a Nina Simone y Sam Cooke ante su contexto: “Las dos canciones (…) representaban los caminos divergentes que estaban abriéndose aquel año en la movilización. La de Cooke es azul, serena y elegante, llena de esperanza y sanación. La de Simone centellea de rojo candente, es ácida y frenética, aristada, llena de furia incontenible. En Cooke podemos escuchar el señorial desafío de Martin Luther King; en Simone la ira incendiaria de Malcolm X y del SNCC de Stokely Carmichael”.

¿Más para destacar? Las historias de Gil Scott-Heron, los Last Poets y los Watts Prophets. La poesía dub de Lynton Kwesi Johnson. La crónica callejera del ‘Living for the city’ de Stevie Wonder.

No se trata, sin embargo, de meras glorificaciones. De hecho, el libro parece más interesado en señalar las contradicciones que marcan a algunos de sus protagonistas. Un caso paradigmático, en ese sentido, es el de James Brown y su tambaleante devenir entre el orgullo racial y los valores de la burguesía estadounidense (¡apoyó a Nixon!).

Hay una anécdota para graficarlo. ‘Say it loud! I’m black and proud’, la canción, incluía un coro de niños, así que los músicos llevaron a sus hijos al estudio, pero todo salió torcido: “El problema era que se ponían a trabajar tan tarde que la mayoría de los críos ya estaban en la cama para cuando se empezaba a grabar. Sin inmutarse, (James Brown) mandó a (su representante, Charles) Bobbit a que recogiera a niños que anduvieran sueltos en las calles y restaurantes del vecindario, muchos de los cuales eran, de hecho, blancos o asiáticos”.

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Otro ejemplo es la historia de Motown, el epítome del soul norteamericano, cuyo amo y señor Berry Gordy no tenía interés alguno en mezclar las canciones de su factoría con cualquier tema que pudiera suscitar controversia. Cuando Marvin Gaye le interrumpió sus vacaciones en las Bahamas para decirle que quería hacer un disco de protesta, su respuesta fue, en el mejor de los casos, paternalista: “No seas ridículo. Eso es llevar las cosas demasiado lejos”, le dijo al teléfono.

La realidad, sin embargo, había comenzado a filtrarse antes por las paredes de la compañía. O le había golpeado directamente la puerta cuando estallaron los disturbios de julio de 1967 en Detroit: “Después de que se extinguieran los fuegos y de que los tanques abandonaran las calles, la Motown ya no podía permanecer ajena a lo que sucedía más allá de sus paredes”, escribe Lynskey.

Así, en parte, se explica que se editaran grabaciones como ‘Message from a black man’ y ‘Ball of confusion’, de los Temptations; o ‘War’, de Edwin Starr, “una canción contra la guerra que suena como la guerra”. Todas, no obstante, con el sello de un Norman Whitfield que cuando tuvo que responder por los mensajes de sus canciones, respondió en clave cínica: “Para eso está Western Union”.

EL VILLANO LENNON

Después de releer el brutal homicidio de Víctor Jara, conocer la historia de los viajeros de la libertad o saber que ‘Mississippi Goddam’ fue escrita por una furiosa Nina Simone al enterarse del atentado del Ku Kux Klan a una iglesia baptista en Alabama, es difícil que algunos “emblemas” de la canción protesta no palidezcan.

Eso ocurre también porque Dorian Lynskey habla con total libertad de ellos. Tal como lo hace con James Brown, expone las contradicciones y limitados alcances que han marcado a figuras como Bono, Joe Strummer o Bruce Springsteen. A Mick Jagger, al mismo que hasta hoy canta ‘Street fightin’ man’, le atribuye un “rollo chic rebelde” y lo recuerda en una entrevista para la NME: “Es una estupidez pensar que puedes empezar la revolución con un disco”.

Pero su blanco favorito, por lejos, es John Lennon, a quien le atribuye “algunas de las peores canciones protesta jamás grabadas”. Resulta incluso divertido su ensañamiento con el ex beatle. No se trata de una inquina gratuita, pero lo utiliza hasta en los pies de página para graficar algunas de sus ideas.

THE U.S. VS. JOHN LENNON, Yoko Ono, John Lennon, 2006.©Lions Gate/courtesy Everett Collection

Su etapa favorita es de los primeros años en Nueva York, justo después del quiebre de los Beatles. Un ejemplo, sobre Some time in New York City: “Las causas defendidas eran de rabiosa actualidad: feminismo, el domingo sangriento, el baño de sangre en la prisión de Attica. Las canciones eran condescendientes, chapuceras, desangeladas y torpes. El culmen del papanatismo fueron los burdos ripios de ‘The luck of the irish’ (‘marchemos como duendes sobre los arco iris’)”.

Otro más: “Si uno va a cantar ‘imagine no possessions’, es mejor no hacerlo sentado ante un piano de cola en un salón de tu casa palaciega. Al igual que con ‘Revolution’, Lennon parecía esperar que los oyentes entendieran sus verdaderas intenciones ajeno a su propio barullo discursivo”.

“Nadie ejemplificó la imparable debacle en calidad y eficacia de la canción protesta mejor que John Lennon”, apunta en otro de los pasajes del libro. Implacable.

33 Revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta. Dorian Lynskey
Malpaso / Océano. 943 páginas.