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Los Tres: 23 años, 1.000 kilómetros

Los Tres: 23 años, 1.000 kilómetros

A un mes del inicio de los grandes conciertos que Los Tres tienen preparados en Santiago, Concepción, Puerto Montt y Antofagasta y el recién estrenado EP, Revuelta, te invitamos a leer una crónica de uno de los días más emocionantes del 2023: el regreso de Los Tres en la Plaza de Armas de Concepción.


“La dificultad de escribir sobre música no estriba, en fin de cuentas, en describir un sonido, sino en describir a un ser humano. Una tarea peliaguda, impertinente en el caso de los vivos y especulativa en el caso de los muertos”.

—Alex Ross, Escucha esto (2010, Seix Barral)  

El sol que entraba por la ventana me estaba quemando la mejilla derecha mientras miraba la pantalla con los ojos bien abiertos y calculaba a la rápida la plata, las horas y la agenda de trabajo del día siguiente. “Soy lo suficientemente adulta, sin hijos y trabajadora precaria como para ir a Concepción por el día”, pensé. 

“Papá, anda dejarme en auto al terminal después de la medianoche, porfa”, escribí en el chat familiar esa tarde del 11 de octubre del 2023. “Voy a ver a Los Tres a Concepción”. Padre y Madre felices. Mientras recorríamos la avenida Matucana esa noche, Padre se notaba orgulloso de las decisiones de su hija —“qué bacán, hija, bacán, hija”, repetía— además, me aprovechó de pedir que compráramos las entradas para ir al concierto de Los Tres de abril próximo, todos juntos.

De adolescente me tocó vivir el tiempo de las Tribus Urbanas, un período en el que la estética fluctuaba con mucha menos rapidez que ahora, era una decisión más o menos permanente, o al menos así se sentía. Importante. Definitoria y arraigada a tus gustos culturales y de ocio. Como algo primordial para construir la propia identidad y pertenecer. Al entrar a esperar en el andén del terminal de buses, miré alrededor y me acordé de eso. También recordé cuando era una adolescente recién llegada a la universidad y un compañero gay me decía que cuando iba por la calle y se cruzaba con un chico, a veces bastaba una miradita para pensar: “vo’ soy”. Bastó una miradita. Era posible que el 80% de los pasajeros del último bus de la noche con salida a Concepción, fuese gente que iba en la misma misión que yo. Mujeres y hombres de treinta años para arriba, chaquetita de cuero, fumando el último cigarro antes de hacer el viaje de casi seis horas.

Me fijé en un grupo de amigas, estaban felices. Definitivamente iban en la misión Revuelta de Los Tres. Cuando comenzamos a hacer la fila para subir, mostraron su boleto y al entrar gritaron “¡ahora nos vamos cantando!”, mientras reían. “¿Van a ver a Los Tres chiquillas?”, les pregunté. Asintieron. “Yo también”, dije. Deseé ir sentada cerca de ellas, pero tristemente se metieron al primer piso y desaparecieron mientras me tocaba subir al segundo.

“Mi nombre es Lidia Mateluna. Soy fan de Los Tres desde hace como treinta años. Manejo una cuenta de red social que es Los Tres de Chile. Así que los conozco casi desde los inicios, desde Se Remata el Siglo”, me dice una de las mujeres que vi la noche anterior subir al bus con sus amigas, pero ahora ya estamos en el terminal de buses de Concepción, a las 6:09 AM, mientras amanece y la bienvenida a la ciudad nos la da un señor escuchando ‘Scatman’ desde el parlante de su celular y el olor de la mañana del sur que, como buena santiaguina, distingo de inmediato y añoro y envidio siempre. 

Junto a Lidia estaba Marta Olea, “fan desde los 15 años”, dice ella. Las acompaña Ariel, quien está muy emocionado porque va a ver nuevamente a la banda con su formación original, después de 23 años. A su lado estaba María Morales, quien me cuenta que, gracias a su fanatismo por el grupo conoció a estas personas y que sería su primera vez viendo a la formación original, el mismo caso de Natalia Acevedo, de 31 años (y el mío). Marta, Ariel y Natalia se conocieron en el 2005 en Fotolog. 

Lidia ha viajado tanto dentro como fuera de Chile para ver a Los Tres en diferentes ocasiones. Es una fan experta. Profesional, le digo yo, porque ella ya sabía con anticipación de este show sorpresa de regreso, le avisó a sus amigos y algunos pidieron el día libre; otros, como ella, iban a trabajar a la distancia. “Es que no había que pensarla mucho”, dice. 

Marta cuenta que si esta reunión no se hacía ahora “no se iba a hacer nunca, como dijo el Álvaro. Tenía que ser ahora, porque están vivos, porque están sanos, porque tienen la energía. Si ellos superaron sus diferencias y pudieron reencontrarse, ahí estaremos siempre para apoyar”. 

Mientras el terminal se va desocupando de recién llegados, me anticipan que después de tomar desayuno se irán a preparar para el show que se realizará a la una de la tarde. “De ahí nos vamos al tiro a la Plaza de Armas para tratar de agarrar un buen lugar y comprar las entradas para los shows de abril. Vamos a estar esperando el concierto mientras estamos full F5”, dice Marta.

Y antes de despedirnos les pregunto ¿qué es lo que más les gusta de ser fans? Son varias respuestas, al unísono, las voces son indistinguibles en el registro de mi grabadora: “Conocer gente”. “Ver a tu banda favorita que te llena el alma”. “Tener aventuras”. 

*

Para gustos están los colores. Cada una encuentra, viviendo en el mundo, lo que le causa placer. En mi caso, las mañanas en las ciudades, sobre todo cuando el aire está frío y el ruido del ambiente se parece a cuando las orquestas se preparan para tocar. Todo suena difuso y suave. Eran las siete y media de la mañana y mientras entraba en la Plaza de Armas de Concepción vi el escenario que recibiría a Los Tres en unas horas más. Me acerqué y aún no veía a nadie más que a los técnicos. “Buenos días”, me dijeron. “Buenos días”, respondí. “Javita ¿llegaste?”. Era un mensaje de mi madre. Le envié una foto del escenario vacío. “Me encanta que hagas estas cosas”, escribió.

Lentamente la ciudad comenzó a funcionar y a pocos kilómetros a la redonda despertaban muchas de las 25 mil personas que ese día se acercarían a ver a la banda después de 23 años y tantas otras, a verla por primera vez. Pensé en ellas.

En su (precioso) libro Canción para mañana, Mauricio Durán de Los Bunkers escribe: “Casi siempre que Los Tres tocaban en Conce, íbamos a verlos. Más allá de la música, que ya era buena, lo importante era que esos conciertos solidificaban nuestra confianza de manera inconsciente y paulatina, incluso desde antes de formar el grupo. Revelaban la posibilidad real de salir de la ciudad, desarrollar la música, difundirla a lo largo del país y no morir en el intento. Los veías tocar a tablero vuelto en el Teatro Concepción y pensabas… mmm, no es para nada una mala idea”. 

Siempre me pregunto cuáles son todos los pensamientos y sentimientos de las personas que asisten a los conciertos, más allá del gusto. ¿A cuántos ese espacio, ese contacto con las canciones y con otras personas, donde el lenguaje se acaba, les modifica la vida de alguna manera? ¿Qué tiene que tener un concierto para lograr algo así, algo tan posible, tan propio de estar vivo y al mismo tiempo tan brutal? 

Ya habían pasado las horas, la prueba de sonido se había escuchado hasta en Carampangue, estoy segura, y la gente ya comenzaba a llegar a la reja del escenario. De pronto nos miramos fijo con un chico, más del tiempo normal en el que una persona mira a otra y continúa con su vida. Nos reímos al mismo tiempo porque al parecer, ambos nos dimos cuenta de eso. Me di cuenta de que observaba la libreta de notas que yo tenía en la mano y es posible que él notara que yo me fijé en su lata de cerveza. Se veía heladita, apetecible bajo ese sol. “¿Querí?”, me dijo. Le dije que no y agradecí. El ofrecimiento rompió el hielo. Estaba esperando a sus amigos, tenía 25 años, era de Concepción, estaba en su hora de colación del trabajo que quedaba por ahí cerca y nunca había visto a Los Tres con su formación original, pero le gustaban mucho. Que era algo de familia, decía. Que en su casa siempre se escuchó a la banda, que pasó de ser el grupo favorito de sus papás a uno propio. “¿Nunca los odiaste por ser la música de tus papás? Uno igual hace eso cuando es chico. Eso de qué fome la música de viejos”, le digo. Me respondió que no, afortunadamente. Eso dijo. Afortunadamente. Después llegaron sus amigos y yo me alejé. 

Mientras deambulaba por la Plaza de Armas de Concepción, tenía los audífonos puestos y peleaba con la tapita de la cámara Kodak de 110 mm que mis papás usaban en los noventa. Ahora la uso yo. De pronto un fotógrafo apuntó hacia mí. Primero me hice la hueona porque me dio vergüenza, pero después de varios disparos ya nos miramos y nos reímos. Y empecé a seguir sus indicaciones para posar para su lente. “Ahora te tomo una foto yo con esta”, le dije, mostrándole mi camarita. Primero pensé que le habría parecido algo vistosa, quizás, una enana con lentes amarillos y un abrigo fucsia enorme bajo el sol, en medio de la plaza. Efectivamente eso pasó —me dijo que llevaba una gran combinación de colores— pero también le llamó la atención mi cámara. Comenzó a hacerme preguntas. Le conté que era la cámara que usaban mis papás en los noventa. Que me gustaba mucho la fotografía, que cuando estudiaba era ayudante del laboratorio de foto y era mi lugar favorito de la escuela. Que me gustaba mucho revelar y ampliar.

Así que ese fue el día en que le conté al mismísimo Antonio Larrea por qué amaba la fotografía. Le pregunté por su invaluable archivo, por lo que vivió a lo largo de su maravillosa carrera como fotógrafo en todas estas décadas, desde los setenta, y como diseñador de la imagen de la Nueva Canción Chilena (!). También le di las gracias, precisamente, por ese trabajo, un trabajo de memoria. Me comentaba cómo era trabajar la fotografía análoga con la humildad que solo tiene la gente que ha visto mucho. Nos despedimos con un breve abrazo. 

Foto por Antonio Larrea

Llegó un momento en el que no pude caminar más, no cabía más gente en ese sector de la plaza y la banda estaba a punto de salir al escenario. A mi lado había una mujer de unos 60 años que estaba muy molesta porque teníamos en frente a un joven levanta-pololas y estaba asustada de no poder ver nada. Me miraba buscando que nos indignáramos juntas, pero afortunadamente, nadie levantó a su polola frente a nuestras cabezas. Me dijo que no veía a Los Tres en vivo hace más de 25 años y que por eso venía. Estaba muy preocupada de que nadie le tapara la vista, así que de cierta forma agradecí su determinación, como pudo, despejó nuestro campo visual.

Hay una pregunta que con los años se me vuelve más difícil de responder: ¿qué es lo que me gusta de un concierto? ¿Por qué me parece que es una de las mejores actividades que una puede realizar? Y mientras aparecen posibles razones, hay una que aparece como importante una y otra vez. Parece que me gusta la gente. Me gusta observar a los demás en un concierto. La última vez que vi a Mon Laferte en el Movistar Arena me di cuenta que mis escalofríos venían de los gritos de los demás mientras cantaban y no necesariamente desde lo que sucedía en el escenario. Venían de mirar a un hombre mayor que abrazaba a una mujer cuando ella se emocionaba diciendo que esa que comenzaba a sonar, era su canción favorita. La mayoría de las veces mis recuerdos de los conciertos son de lo que hicieron o dijeron los desconocidos a mi alrededor. Y esos escalofríos los volví a sentir ese día pasada la una de la tarde, cuando Los Tres subieron al escenario y la plaza se convirtió en grito. Si hubiese sido uno de los pájaros de los árboles, hubiese volado. 

Desde ese día y hasta ahora, mucho se habla de la perfección técnica de Ángel, Titae, Pancho y Álvaro. Sin duda, no lo cuestiono, pero eso me distrae. Hay algo que me importa más y tiene que ver con el equilibrio precario que se genera entre ellos. Porque eso son también las canciones. Momentos frágiles aunque suenen como todo lo contrario. Es difícil describir lo que vi ese día. Dejando fuera la historia personal que todos portamos con este grupo, dejando de lado la nostalgia, dejando de lado la importancia que tienen dentro de la historia de la música popular de Chile, hay algo que tiene que ver con la fluidez de sus propios cuerpos cuando están tocando. Es como cuando alguien baila tan bien que parece flotar y creo que eso no tiene que ver del todo con la técnica. Creo que allí prima la idea de que es gente que se conoce desde los 12 años (y un poquito más tarde con Ángel). Es gente que coincidió de forma muy profunda, que se peleó mucho y que se amó mucho también. En la entrevista que tuvieron con Pedro Carcuro cuando se separaron, en el año 2000, Pancho Molina dice que la separación es como salir de cuarto medio, que hay que independizarse. Esta es gente que se separó, que aprendió cosas sobre sí misma, sobre su instrumento, sobre su aproximación a la música. Es gente que, estoy más que segura, se extrañó más que la chucha. 

Durante todo el tiempo que duró ese concierto, pensé en los cuerpos. En el de los músicos, en el del público y también en el mío. En que un sonido específico sale por los amplificadores e invita a saltar; mientras que si suena otro diferente, se mete por la garganta y es el momento de gritar. El sonido dicta y modifica. En ese momento, es el sonido el que manda al cuerpo. El sonido que, a su vez, generan otros cuerpos. Y ahí ya no alcanza el lenguaje (es quizás porque dedico mi vida a trabajar con las palabras, que esa idea me fascina). 

Me gustaría mucho saber de qué forma sus propios cuerpos influenciaron cada canción que hicieron juntos, por tantos años ¿Se lo habrán preguntado? ¿Lo habrán notado? ¿Qué les causaba exaltación? ¿Qué combinaciones les aburrían? ¿Qué les provocaba escuchar un tormento en una cueca? ¿Qué es lo que sonaba cuando sentían que jamás querrían que cierto momento terminara? Porque yo creo que lo sintieron. Más de una vez. En el mismo libro, Mauricio Durán, cuenta una anécdota sobre un encuentro con Álvaro Henríquez que me hace pensar en cómo me explicaría sus canciones si se lo preguntara bajo esta lógica (un apunte: deberían leerlo todos los que inventan rivalidades, hay muchas palabras de amor y agradecimiento). Durán escribe que Álvaro “tenía un modo muy divertido de ilustrar todos esos aspectos inasibles de la música que cuesta tanto traducir. Por ejemplo, para explicar la naturalidad con que la melodía de ‘I’ll cry instead’ de los Beatles, transita por el puente para retornar al verso, decía ‘aquí John Lennon sale de su casa, deja la puerta abierta, va a comprar pan y luego vuelve y entra de nuevo, como si nada’”. 

Cuando estoy en un grupo conversando y digo que Los Tres me parece la banda más compleja y más interesante de las últimas décadas chilenas, a veces abro polémica y siempre estoy muy lista para argumentar. Tiene que ver con su sonido: en el momento en el que partieron y los años siguientes, mientras todos miraron hacia afuera —era el espíritu de la Transición, volver a Chile un país conectado con el mundo después de la dictadura brutal, moderno— ellos miraron hacia adentro. “Chupaviejos en vez de Chupacabras”, como dijo Henríquez en esa entrevista con Carcuro, al pensar en todos los músicos mayores de la cueca que les arroparon y recibieron con los brazos abiertos. Tiene que ver con las letras: es probable que sus canciones fueran las primeras que yo leía, primero intentando encontrar alguna historia o coherencia y luego, como poesía. Es decir, dejando de buscar algo concreto y dejándome afectar por las palabras. “El sol vive en mi pecho y es azul”. Eso no más voy a decir. 

He escuchado a gente decir que para ellos tocar juntos debe ser fácil, como volver a andar en bicicleta. Y entiendo de dónde viene la metáfora, pero mirándolos ese día en la plaza, creo que esa idea está en las antípodas de lo que percibí. Volver a andar en bicicleta es algo que se hace en piloto automático y ese concierto fue todo lo contrario. Uno de nuestros males de la época es la necesidad del piloto automático como modo de sobrevivencia y ellos crearon ese día una pausa de aquello. Un espacio para sobrevivir de otra manera, para ellos y nosotros. Es quizás por eso que también puedo recordar tan nítidamente todo lo que vi, aunque pase el tiempo. Señoras bailando desde las ventanas de los edificios de alrededor. A uno de los pasajeros que venía en el bus conmigo en la madrugada, con un rostro muy feliz, mientras vendía chapitas e imanes del grupo esa tarde en la plaza. El sombrero increíble de Pancho Molina que, por momentos, se lo deseé a Titae, porque su piel no daba más por el sol, pero no le importaba tanto al parecer, porque se estaba divirtiendo. 

Ángel Parra es uno de los entrevistados más gentiles y generosos con los que he tenido la oportunidad de conversar. Un entusiasta absoluto. Recordé eso mientras lo veía tocar, porque fue el mismo entusiasmo que percibí en el escenario de su parte. Muchas sonrisas y mucha cara de concentración, como si fuera posible que la cagara alguien que conoce a su instrumento como la palma de su mano. Eso me pareció adorable.

Me gustan los conciertos, porque me hacen pensar en las personas. En todos quienes se tuvieron que organizar y poner de acuerdo para que, llegado el momento, el sonido mande al cuerpo. En quienes tocan, en quienes asisten. Me gustan los conciertos porque, llegado el momento, las palabras se agotan. Me gustan los conciertos, porque no concibo la música ni la afección que genera, sin un otro. Tuvieron que pasar 23 años, tuvieron que reunirse Los Tres y yo recorrer mil kilómetros en 24 horas para poder recordarlo todo.