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Don’t believe the hype

Don’t believe the hype


Vivimos en una época extraña, curiosa, única. Un tiempo en que ser melómano es, contradictoriamente, más fácil y difícil que nunca. La explosión de formas y medios de compartir y difundir música se ha disparado a la par con la cantidad de bandas y/o solistas que buscan, conocen y utilizan esas ventanas de exposición. Fenómenos como la lenta y paulatina agonía de un formato como el disco compacto no son sino consecuencias directas del actual escenario.

Las facilidades, más que nunca, están -al menos, hasta que cierto proyecto de ley venga a decirnos lo contrario-. Internet, desde los días de IRC y Napster (segunda mitad de los ’90) hasta ahora, ha generado un sinnúmero de oportunidades -y se ha convertido, en el proceso, en una suerte de caja de Pandora para la ya avejentada industria discográfica-: Youtube, MySpace, decenas de otros sitios. Desde hace unos años, tendencias como las descargas gratuitas legales por parte de los mismos músicos, que ven en esto una potente herramienta de difusión, han abierto otro tanto el abanico de posibilidades.

Y ante tantas opciones, se vuelve imposible oírlo todo. Créase o no, está comprobado con números: estadísticas de fines del 2008 (nótese, estamos hablando de hace más de un año y medio) calculaban que cada día se lanzaban a la arena pública, por lo menos, 50 discos. Tal cual. Un estimado sólo en base a grabaciones en largaduración; es decir, sin contar EPs, recopilaciones, discos de remixes, tomas en vivo y así. Ni siquiera si cada una de esas producciones durara 30 minutos, sería posible oírlas todas en 24 horas. Es humanamente irrealizable. Y no es muy loco creer que esa cifra ha aumentado desde entonces.

Se hace necesario, pues, elegir. A veces por referencias -léase singles, radios, revistas y un larguísimo etcétera-, otras por recomendaciones de boca en boca, más de una vez por tincada. La misma red virtual de la que extraemos buena parte de nuestras discografías se vuelve una fuente de respuestas a la que recurrimos con mayor o menor frecuencia. Y es en este mundo virtual, repleto de opiniones y sub-subclasificaciones (no, no es un error de tipeo), que la palabra hype se ha vuelto pan de cada día.


EL INICIO

El término, que muchos creen reciente, tiene ya casi cuarenta años de antigüedad. La definición “por el libro” de este concepto es publicidad promocional, por medios extravagantes o controversiales, usada para seducir al comprador respecto a un producto o evento en particular. Fue acuñado por primera vez allá en los setenta, cuando la industria tenía un vasto engranaje mediático trabajando a pleno. Una bandita de la que tal vez hayas oído hablar, KISS, es sin duda el referente obligado de aquella era.

El fenómeno continuó en la siguiente década, aunque con las revoluciones mucho más bajas. Quizás podría apuntarse a Tony Wilson (fundador de Factory Records y nombre fundamental en la historia de la música británica) como una de las mayores fuerzas que tuvo el hype por esos lustros, aún cuando -paradójicamente- sus motivaciones no eran comerciales, sino melómanas. Así y todo, la cantidad de mitos -reales, en su mayoría- que tanto él como las bandas con las que trabajaba dejaron a su paso fueron un imán irresistible para miles de personas, que pronto pasaron a ser fans y consumidores.


BATALLA CAMPAL

Paralelamente, al otro lado del charco, un género conocido como grunge forjaba sus primeras armas. No hay mucho que decir sobre el asunto que no sea ya sabido de sobra: del underground absoluto a pequeños triunfos comerciales (Soundgarden, Alice in Chains, Sonic Youth y Screaming Trees, todos firmando por sellos importantes a fines de los ‘80), después Nevermind y una explosión que nadie vio venir, pero que muchos no perdieron tiempo en utilizar. La prensa norteamericana se apresuró en subir a cuantos pudo a altares y a proclamar sus sonidos como estandartes, en una explotación mediática sólo comparable con la del fenómeno hippie en los ’60.

La respuesta británica no se hizo esperar, y en este proceso el hype fue retomado en gloria y majestad. El Britpop nació como tantos otros estilos, pero -aún cuando la calidad de sus exponentes es innegable- creció exponencialmente en base a la combinación caústica de frontmans mediáticos, nacionalistas y gustosos de regalar titulares a diestra y siniestra (Brett Anderson, Liam Gallagher, Richard Ashcroft y Damon Albarn, quien se anotó con el Leitmotif del movimiento al afirmar “If punk was about getting rid of hippies, then I’m getting rid of grunge”), y una prensa ansiosa por explotar esta oportunidad al máximo.

Sin duda el New Musical Express tuvo una vital importancia en este proceso, cuyo éxito absoluto fue la denominada Batalla del Britpop: en 1995, el semanario fue el gran responsable de la rivalidad encarnizada que se creó entre Blur y Oasis (bandas que, es sabido, nunca tuvieron malas relaciones hasta entonces) a raíz del lanzamiento de The Great Escape y (What’s the Story) Morning Glory. Para el 12 de agosto, cuando salieron en simultáneo los primeros singles de ambas placas (‘Country House’ y ‘Roll With It’) el asunto ya era un duelo que iba mucho más allá de la música.

Divisiones de clase y localismos terminaron siendo parte de un enfrentamiento que fue tema obligado y titular indiscutido en todos los medios de la Isla. Diarios, radio, televisión, sin excepciones. Y en la cúspide de todo, el titular del NME. British Heavyweight Championship: Blur vs Oasis. Negocio redondo y el hype en su expresión más absoluta. Por cierto, la guerra fue ganada por Albarn y compañía, 274 mil contra 216 mil copias vendidas de sus respectivos sencillos.


HOY

Con semejantes precedentes, no es difícil afirmar que las cosas ya no son lo mismo. El hype, en lo que a estilos se refiere, se ha diluido de forma notoria, reemplazado por convenientes fenómenos de amplio y vago espectro, como el folk o el indie. No obstante, aún existe, y durante la última década se ha dedicado a enfocar sus fuerzas en función de nombres específicos. Bandas y solistas que, justificadamente o no, han sido ensalzados al panteón de la cobertura absoluta. Ejemplos sobran, no necesito mencionarlos: para cuando estés leyendo estas palabras, más de un nombre ya debería haber aflorado en tu cabeza.

En paralelo, la micro prensa que se ha generado en función a Internet ha hecho de este concepto una herramienta al alcance de todos. Desde los sitios más importantes a los bloggers anónimos, todos tenemos la opción de sumarnos y poner candidatos sobre la mesa. De cuando en cuando, incluso, dándole el palo al gato y ganando el derecho (ínfimo, pero derecho al fin y al cabo) de poder decir que lo vimos venir.

Ser melómano hoy en día es más fácil y difícil que nunca. Vivimos una era en que las verdades universales ya no son propiedad de nadie (aunque varios quisieran lo contrario). Hoy, más que nunca, está en nuestros criterios y gustos la decisión de qué música consumimos o desechamos. Los referentes están ahí, a la mano, y puedes usarlos como guías. Pero sólo son eso: guías. La verdad de quien escribe el comentario de un disco, una banda o una canción no tiene por qué ser la tuya. Este -sempiterno, a estas alturas- texto es un repaso a la historia tras una palabra, pero también una invitación. A que te des el tiempo, a que alimentes tus oídos, a que dejes de lado los prejuicios y te nutras de cuantos sonidos puedas, armando y enriqueciendo tus propios criterios en el proceso.

A eso apunta el título de este texto: a que no creas todo lo que lees. Muchos compositores han usado esa frase que, sin importar cuánto se repita, nunca dejará de ser cierta. La paradoja es que, muy probablemente, gran parte de las nuevas generaciones oyó esas palabras cuando las dijo el vocalista de un grupo que muchos consideran niños símbolo del hype de los últimos años. Curioso, ¿no?

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