“El objetivo artístico era demostrarme a mí si podía trascender un poco lo urbano y si realmente podía hacer algo que sonase bien en mi voz, en mi registro, pero con otra idea completamente diferente de tema, tono, armonías e instrumentación. Esto salió muy bien, yo creo. Por aquel entonces estaba enamorándome de la música cubana, del origen del folclor cubano mezclado con el español, estaba viajando por toda América Latina conociendo otros folclores que me llamaban la atención. También estaba empezando a hartarme de la música urbana como estándar y tratando de buscar la posibilidad, si existía, de hacer algo que fuese vanguardia o experimental dentro del género y entonces abrí esa vía con ‘Un veneno’, empecé a investigar por ahí y no he parado de hacer esa música”.
Eso nos contaba C Tangana hace dos años, justo antes de la salida de El Madrileño, el disco que lo cambió todo. El que lo confirmó como un artista y productor inclasificable dentro de los géneros musicales tal como los conocemos ahora y lo situó como un animal curioso homenajeando a la Canción Popular, desde una perspectiva del siglo XXI.
El Madrileño, además, fue el que lo trajo dos veces a Chile durante 2022, también, con su Sin cantar ni afinar Tour. Primero en marzo -en el marco de Fauna Otoño-, con una adaptación más breve para festivales y luego el 29 de noviembre, campando a sus anchas en el escenario del Movistar Arena agotado, con más de treinta músicos en escena, para brindarnos algo que fue más que un concierto, más que una fiesta.
Fue la materialización perfecta de los sentidos del álbum. Fue la constatación física y tangible de esa carta de amor a la música que descubrió viajando y conociendo a quienes la cultivaban:
“Estar en contacto directo con la músicas populares me ha influido muchísimo, con cómo se sienten en cada sitio. Eso es lo que me ha hecho enamorarme, fundamentalmente, de Cuba. O sea, yo no era un gran amante de Cuba hasta que conocí a Santos Bacana, es mi director creativo y fundador de Little Spain. Hay toda una historia de Cuba que se vincula a las letras de la música española y a la música española también. A partir de ahí empecé a hacer el viaje por toda América Latina con ese sentimiento, esa intuición que me decía que dentro del folclore iba a encontrar el camino de lo que yo quería hacer”.
Si en el disco se acompañó, entre otros, de Niño de Elche, La Húngara, Toquinho, Gipsy Kings, Nicolás Reyes, Tonino Baliardo, Jorge Drexler, José Feliciano, Eliades Ochoa, Carín León, Adriel Favela, Pepe Blanco —en archivo y espíritu—, Kiko Veneno y Andrés Calamaro, en vivo están —entre otros y otras— La Húngara (gracias a dios si es que existe), Antonio, Marina y Lucía Fernanda Carmona, Víctor Martínez (director musical del show) y el increíble (como si toda la lista anterior no lo fuera) Ismael “El Bola”, a cargo del ‘skit flamenco’ y de otras de las postales más impactantes de la noche.
También fue la materialización de esa carta de amor a sus mentores en este viaje, literal, por diferentes países mostrando el show: “Si a mí me hubiesen dicho hace cinco años que iba a estar compartiendo el escenario y cantando con La Húngara, me daba un ictus”, dijo esa noche.
En muchas otras ocasiones, durante los últimos años, ha dicho que siempre se aprende más con los maestros cerca.
Hace unos años, supe que quienes nacen en Madrid, pero también tienen padres y abuelos madrileños, se les dice gatos. Supe que eso es algo raro y que en esa ciudad, casi nadie es de allí. Entonces, cuando C Tangana en entrevista me comentó que la lista de invitados e invitadas en su disco sería como un cartel de Lollapalooza, revuelto, diverso, de aquí y de allá, El Madrileño como nombre también tomó otro sentido. Una territorialidad que fue la suya propia. Primero sentado en los bancos de la plaza escuchando músicas de aquí y de allá y luego viajando por el mundo, deslumbrándose con todo aquello que las fronteras —más mentales que físicas, incluso— muchas veces no nos permiten ver.
Porque da lo mismo haber nacido en Santiago de Chile si al oír un pasodoble te dan ganas de llorar y piensas, de pronto, que existe una distancia ínfima entre esa noche de Semana Santa en Sevilla o en un pueblo de Castilla y una diablada en La Tirana. Y allí hay un valor. También en que a través de ‘Comerte entera’ un adolescente comenzara una relación de deslumbramiento con la obra de Toquinho o que ese ‘Sabor a mí’ que cantaban tu madre y tu abuela también es tuyo. O el discurso de Pepe Blanco revindicando la Canción Española (interpretado por Imanol Arias en el videoclip de ‘Cuánto olvidaré’ y expuesta en pantalla grande durante el show), que es también una reivindicación de Antón, desde otro lugar, en otro contexto, pero con la misma base y puede ser perfectamente el reclamo de todas y todos los artistas del mundo frente a una hegemonía que, cual diablillo al lado derecho de la cabeza, les dice que existe solo una manera de hacer las cosas.
Así como en el amor, las puertas de entrada a la música son siempre un terremoto que abre una grieta que, paso a paso, una va completando con memoria, con historia. Para luego pasar a la siguiente.
El camino de C. Tangana con El Madrileño también me hizo pensar en la búsqueda y encuentro de una voz. No siempre, pero es común que suceda así: existe un interés, un deseo. Miras a tus referentes y desde la intuición, comienzas a copiar un modelo porque crees que así es cómo se hacen las cosas. Son las primeras herramientas, claro. Pero con el tiempo te das cuenta que eso no es suficiente. Miras lo que has creado con cariño, pero lo envuelve todo un ruido sordo, se siente lejano. Y allí es cuando la mirada se vuelca hacia adentro y la propia voz va tomando colores y formas. Es un proceso difícil de atajar si no miras con atención, pero es posible que sea uno de los más bellos que le pueden suceder a una persona.
En muchas ocasiones C. Tangana ha dicho que todo lo hace desde la intuición. Que no estudió música (estudió filosofía), no sabe tocar instrumentos, no estudió producción. ¿Cómo, entonces, es capaz de hacer todo esto? Muchas veces, las mentes más cerradas definen a los artistas como aquellos que son maestros en su técnica. Yo me ubico en otro lugar, como observadora. Para mí la luz está puesta en el deseo y en la visión. Esas son las únicas herramientas que pueden dar origen a algo único en un mundo en el que ya está todo (casi) hecho.
En el capítulo final de la serie El fin del amor (gracias por esto, Tam), el (gran) personaje de Ofelia, dice: “Lo que pasa es que siempre creí que una vocación es algo que, más que divertirte, te llena. Te aplasta. Eso quiero. Algo que me aplaste con el peso del trabajo”.
Jamás podría poner palabras en su boca ni sentimientos en su corazón, pero después de ver la cara de emoción, exaltación y admiración de Antón Álvarez arriba del escenario, mientras veía a “El Bola” cantar; o cuando paraba un momento a dar un trago —de lo que espero haya sido whisky— y miraba a sus músicos y músicas acompañarle, creo que pudo haber sentido exactamente eso. Que en esta última fecha del Sin cantar ni afinar Tour, sintió algo más profundo que solo diversión. Sintió la gloria aplastante del trabajo, entendido como el camino que uno mismo se inventó, aquel dirigido por el deseo y la visión y acompañado por el amor y la generosidad de otros y otras. Porque sin eso nada es posible.
Esa noche, una y otra vez dijo que este era “el mejor bolo” de la gira. Escucharlo la primera vez pudo sonar a cuando Julio Iglesias dijo “mi hijo se llamará Chile”, en el Festival de Viña de 1981. Pero con el paso de los minutos, nos quedó claro que era verdad. Lo dijo muchas veces. También que no iba a llorar. Existió una euforia desde el primer minuto, porque se trataba del último show de esta gira. Y vimos esa sobremesa que nunca queremos que termine. Queremos que la fiesta nunca termine. Muchas veces, al igual que Antón, recurrimos a darle play a ‘Suavemente’ de Elvis Crespo para poder evitarlo, a toda costa.
Se termina El Madrileño, al menos en la vida pública. Pero en lo íntimo seguirá siempre rondando: por las canciones, por los maestros y maestras, pero también por el proceso. Eso es lo que pasa cuando una obra es también una faena llena de sentidos desde su propia artesanía. Lejos del manual de uso.