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“Ellos gobernaron el pasado, la rutina, la energía. No gobernarán el futuro”

“Ellos gobernaron el pasado, la rutina, la energía. No gobernarán el futuro”

El feminismo como discurso crítico en la música popular del último lustro


¿Es posible encontrar ejemplos de un discurso crítico en la música popular chilena de los últimos cinco años? ¿Existen pistas que pudieran desvelar el malestar social que finalmente explotó el 18 de octubre? Definitivamente sí, aunque en el transcurso de esa búsqueda también aparecen otras reflexiones interesantes, que detallaré con la seguridad de haberlas estado observando durante mucho tiempo, pero también con el vértigo que implica un contexto como el actual, que no es posible explicar completamente sobre la marcha. Cómo hacerlo con la impunidad de un gobierno completo como marca país, con una oposición que al parecer solo son los ciudadanos y ciudadanas en las calles. Cómo hacerlo si aún pareciera que octubre no termina.

Sí. Hay señales, discursos, guiños en la música popular chilena reciente. Esta premisa incluye al pop independiente en todas sus formas que hasta hoy conocemos, también. Sobre ese paisaje se plantea este ensayo. Sobre cuáles son las canciones que han marcado este lustro, cuál es el discurso que se erige, dónde están las nuevas (y algunas viejas no resueltas) contradicciones y también cómo al mismo tiempo que la música popular sirve de registro de la experiencia de vivir en el Chile de los últimos años, incluidos el descontento y las frustraciones, en sus círculos y redes se reproduce el mismo sistema que denuncia hoy la ciudadanía en las calles.


“Indochina es el lugar”

Recuerdo los primeros días, cuando los militares estaban aún en las calles y la mayoría de Chile navegaba entre la rabia y el miedo: la música apareció de inmediato como una contestación. Como un pegamento social que las lacrimógenas no podían diluir y también, claro, como una forma de responder discursivamente cuando aún la estupefacción de vivir en un toque de queda en el 2019 no permitía siquiera hilar palabras.

Ahí aparecieron ‘El derecho de vivir en paz’ de Víctor Jara y ‘Pateando piedras’ de Los Prisioneros. Y con los videos de los coros interrumpiendo la Alameda viralizados, surgieron algunas tesis. Una de ellas en  particular (personalmente me sulfuraba) era que la música local contemporánea no decía nada y que por ello se recurría a himnos, como los antes mencionados. Inmediatamente me hice algunas preguntas: ¿qué están escuchando como para concluir que la música actual no dice nada? Y también ¿cómo se escucha? ¿Cuáles son los parámetros?

Otras interrogantes eran ¿qué necesita ser o decir un himno? ¿Quién decide entregar la categoría de himno a una canción? No me imagino a Jorge González ni a Víctor Jara terminando de componer, besando un espejo diciendo “mi trabajo está hecho, acá está el himno que Chile necesitaba” (probablemente existan casos de personas que con completa seguridad declararon para sí mismos algo parecido, pero irónicamente nunca sabremos quiénes son).

Un himno, como base, es el que traspasa las experiencias personales y nos une en una mirada común, otorgando un imaginario para un momento de la historia. Como dice una amiga, es como un buen chiste: una breve pieza puede explicar un universo entero, sin más. Por lo tanto, no existe un sujeto, un ente que determine qué es un himno o no. Es el paso del tiempo el que se encarga, de la mano de los procesos sociales, de inscribir algo como tal.

Comparar canciones como ‘El derecho de vivir en paz’ (¿se dan cuenta cómo persistió la original y no aquella versión con la letra modificada?) o ‘El baile de los que sobran’ con la música contemporánea, y dar como conclusión que la música de ahora no es suficiente, es un ejercicio un tanto miope, porque significa también pasar por alto algo muy importante a la hora de leer la cultura: el contexto.

Ambas canciones pertenecen a momentos históricos diferentes al actual (aunque, con escalofríos, podemos encontrar similitudes), pero no solo eso, sino también a momentos en que la música se producía y llegaba a las personas de una manera diferente. Ser fan de algo en 1987 es completamente diferente a serlo en el 2019, pues ese o esa fan se valen de espacios, herramientas y comportamientos muy diferentes para relacionarse con la canción. No podemos pasar por alto cómo esos elementos crean también una experiencia diferente de relación, afecto y memoria.

Los contextos cambian y con ellos los paradigmas. Al mismo tiempo que vemos que el antagonismo político de izquierda y derecha en Chile parece no ser suficiente (termino este ensayo justamente el día en que la paridad en la participación política se está negando en la Cámara de Diputados), en la música esos paradigmas también han cambiado.

Si hace algunos años aún era válido plantear discusiones que enfrentaban al mainstream con lo independiente o –algo aún más cansino, años antes– el rock contra el pop de fórmula, ya vemos que eso no basta para obtener respuestas. Las líneas son más difusas y aparecen nuevas contradicciones. Y pienso que mientras las sorteamos, tanto al nivel de la política nacional como en el análisis de la música, solo sigo encontrando alguna que otra respuesta en el antagonismo bajo el que se construye el mundo: patriarcado y su respuesta, el feminismo.


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Javiera Tapia Flores (1988) es periodista y ha escrito sobre música popular y feminismos en medios impresos y digitales locales y extranjeros como eldiario.es y Rockdelux, además de conducir y producir programas en radio. Fue editora del proyecto web de radio La Clave, centrado en entrevistas y reportajes. Es fundadora de EMF y directora de POTQ Magazine. Publicó los libros “Es difícil hacer cosas fáciles: los diez años que cambiaron la música en Chile” (2017, Los Libros de la Mujer Rota) en coautoría con Daniel Hernández y “Amigas de lo Ajeno: lo que me contaron (y cantaron) las músicas chilenas” (2020, Planeta).